3. La vida del espíritu
Hasta aquí se ha revisado el planteamiento arendtiano de la vita activa (labor, trabajo y acción), pero en su última época nuestra autora pareció volver a interesarse por la vida contemplativa y por las actividades del espíritu (mind) sin que eso implicase una vuelta a la filosofía más pura o más desligada de la realidad, filosofía de la que nuestra autora renegaba; en Sobre el espíritu (1978) -obra inacabada y publicada póstumamente, aunque se conoce el material con el que la preparaba, inspirado en la crítica del juicio kantiana- proyectaba estudiar a fondo las tres actividades del espíritu: el pensamiento, la voluntad y el juicio, aunque siempre ligadas a la acción y por lo tanto no alejándose del pensamiento sobre la política, puesto que -como hemos visto- la acción es política. Luego interesa el pensamiento centrado en la acción, comprender la acción, pensar sobre lo que se hace.
3.1 Pensamiento y acción.
El punto de partida arendtiano para esta compresión es darnos cuenta de que estamos en una época donde lo que hasta ahora había parecido fijado en la moral se ha derrumbado, ya no tenemos moral entendida como un conjunto de reglas claras y seguras que nos permitan distinguir ente el bien y el mal; el horror de la Segunda Guerra Mundial y la posterior industrialización masiva que alteraría las formas de vida tradicionales, produjeron una destrucción de los valores morales tradicionales. Ya no tenemos valores ni reglas, el sentido común que permitiría sentir en comunidad, dentro de la comunidad, ha trastabillado, luego habremos de acostumbrarnos a “pensar sin barandillas”, sin estructuras sólidas que nos puedan decir cuando no equivocamos. Hay que partir de las experiencias concretas, de lo singular, para llegar a tener una conciencia moral que nos permita formarnos convicciones morales sobre el mundo.
Aquí Arendt se distancia de Kant, para quien el juicio moral partía de principios generales -que la Razón Práctica hallaba- que permitirían subsumir la acción concreta; para nuestra autora, primero, ya lo sabemos, no existen esos principios generales, y , segundo, esos principios generales nos impedirían observar y valorar la riqueza y la diversidad de la realidad, nos impedirían pensar. Si las normas nos dicen lo que hay que hacer, no pensamos, o sólo pensamos lo que se debe pensar (estamos ante el pensamiento único). Si todo está ya pensado, entonces el individuo es superfluo (veremos más adelante que eso es lo que buscaron los totalitarismos, y eso es lo que le pasó a Eichmann), cuando en verdad es el individuo el que debe realizar el “juicio moral” reflexionante “que permita ver lo que está bien y lo que está mal, lo que es justo o no, distinguir un acto bueno de uno malo. Pero ¿cómo hacer eso si no tenemos barandillas que nos indiquen si vamos bien o no? Partiendo siempre de las experiencias, del análisis de lo concreto, para salirnos de ello y contemplarlo desde fuera; el pensamiento es tomar distancia del mundo (aunque sin abandonarlo jamás) para buscarle sentido.
¿Y cómo se produce ese distanciamiento que requiere el pensamiento? En el pensamiento el yo se divide en dos y dialoga consigo mismo, el pensar es reflexividad, el diálogo sin sonido entre y y yo mismo (el término “conciencia” nos remite a “conocer con”). Fijémonos que, como diálogo, el pensamiento es “hablado” (en silencio o de viva voz, esto es, no necesariamente comunicado, aunque su naturaleza sea siempre ésta, es decir, la de ser comunicable, el pensamiento es para la comunicación no para el aislamiento). Ese diálogo de mi yo contra yo mismo, parte de un nacimiento, de una natalidad, nace en el momento exacto en que una voz interior se distancia de mi yo para discrepar, para mostrar la diferencia y la alteridad (cuando el yo se separa de lo que ha visto a primera vista y duda y piensa) y yo estoy dispuesto a escucharla. Esa dualidad, esa duplicidad original (two-in-one) de cada individuo, nos recuerda de nuevo que no hay identidad, ni original ni terminal, que somos un hacerse. Cuando nace esa otra voz, ese otro yo mismo, tenemos experiencia de la disensión interior y esa disensión en la dualidad es precisamente lo que nos incita a buscar la no contradicción, pues la dualidad sólo halla bienestar cuando la contradicción es resuelta.
3.2 Pensamiento y voluntad.
Y ahí se conectan las dos facultades del espíritu, pensamiento y voluntad, pues el sentido de la ética es que el querer, la voluntad, no se halle en conflicto consigo misma. La voluntad es la que forja el yo duradero, es la única que persigue una identidad que nos permita juzgar, y ver si algo armoniza y es coherente con lo que queremos ser. Por eso Arendt piensa que hay que educar la voluntad de los débiles para que tengan un carácter; en el artículo La crisis de la Educación defiende la gran importancia que ésta tiene y afirma que los adultos debemos recuperar el valor de educar y asumir la autoridad sobre los más jóvenes sin abandonarlos en su mundo en donde no serán capaces de tomar decisiones, pues su voluntad aún no ha sido forjada. Hay que educar para ayudar a los jóvenes a elegir y eso no es fácil cuando, por un lado, no estamos acostumbrados y cuando no tenemos valores que nos permitan apoyar nuestro pensamiento y dirigirlo; y, por otro lado, hemos sido formados en el pensamiento científico cuyo positivismo -ya se ha apuntado- nos lleva a temer no hallar la respuesta verdadera, aún tras haber reflexionado, nos da miedo equivocarnos; pensar no es garantía de acierto (su maestro Heiddegger, pensó y se equivocó).
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Per citar l'article
“Riera P. (2011). El pensamiento de Hannah Arendt, una visión global. IN. Revista Electrònica d’Investigació i Innovació Educativa i Socioeducativa, V. 2, n. 2, PAGINES 75-94. Consultado en http://www.in.uib.cat/pags/volumenes/vol2_num2/riera/index.html en (poner fecha)”